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Sobre el origen de las Madres, en la Plaza

Las “Madres” nacieron en la búsqueda desesperada de sus hijos, las innumerables gestiones, los resultados siempre infructuosos, el dolor y la esperanza que se entrelazaban en esa simple y a la vez dramática consigna, nacida allí mismo, en la Plaza: “los desaparecidos, que digan dónde están”.

Sin contar con una personería jurídica, como otros organismos, se habían convertido en poco tiempo en uno de los sectores más dinámicos y representativos del movimiento de denuncia. En sus inicios jamás habían pensado en fundar un movimiento y, de hecho, no había habido nunca, en sentido estricto, un acto fundacional.

Al comienzo, ellas formaban parte indiferenciada de la enorme cantidad de gente que buscaba a sus seres queridos sin saber muy bien qué hacer ni a dónde ir, sin encontrar respuesta alguna a su dramático reclamo. Se habían conocido en medio del peregrinaje urgente y desesperado por despachos gubernamentales, comisarías, cuarteles, juzgados, organismos de derechos humanos, y poco a poco comenzaron a reunirse entre sí para intercambiar información y experiencias y, a veces, para hacer gestiones en común.

Algunas de ellas participaban, más o menos regularmente, en los encuentros que se realizaban en una piecita que la Liga Argentina por los Derechos del Hombre les había cedido a los familiares para que coordinaran su actividad. Esos encuentros comenzaron antes del golpe de Estado, en febrero de 1976, y la concurrencia se incrementó a medida que crecía la represión. Allí, en agosto de ese mismo año, se formó Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas que, durante algún tiempo, tuvo su sede en ese mismo local de la Liga, sobre Corrientes, en la esquina con Callao.

Sin embargo, por diversas razones, no todos los familiares se incorporaron a ese nuevo grupo. Por un lado, estaban quienes se negaban lisa y llanamente a organizarse porque pensaban que no era necesario o lo estimaban contraproducente en las condiciones imperantes bajo la dictadura. Por otro lado, estaban quienes veían con malos ojos la influencia de la Liga, ya sea porque “politizaba” la demanda de los desaparecidos o porque esa demanda llevaba la impronta de la influencia comunista.

Existía, también, otra clase de cuestiones que distanciaba de Familiares especialmente a cierto grupo de mujeres. Familiares no había comenzado a formarse exactamente como un movimiento en sentido amplio. Hacía reuniones en las cuales se discutían tareas y actividades, algunas colectivas y otras de carácter personal, pero las gestiones más importantes quedaban en unas pocas manos, en especial en las de los integrantes de la comisión. A muchas no les gustaba esa “mediación”; eso mismo era lo que les ocurría en la Asamblea y en la Liga, y ellas sentían la imperiosa necesidad de hacer todo lo que fuera posible en la búsqueda de sus hijos sin delegar absolutamente nada. En el marco de esa nueva estructura, ellas no lo lograban y, entre otros aspectos, ese fracaso se debía a su impericia política, que establecía otra desventaja más: no era sencillo para ellas imponer su opinión o hacerse escuchar frente a quienes aparecían con conocimientos y un lenguaje militante. Ese núcleo, todos luchadores extraordinarios y con experiencia en las prácticas políticas, solía imponer sus conclusiones en aquellas reuniones de Familiares. Entonces, “ganar” o “perder” una discusión -en la que se ponían en juego diferencias políticas y de métodos podía determinar la exclusión de una iniciativa de ciertas madres, pero de ningún modo eso las conformaría o las paralizaría porque había, dentro de ellas, una fuerza que no se podía detener. Las Madres, entonces, comenzaron a formar una tendencia inorgánica, diferente de la de Familiares, aunque muchas veces era difícil distinguir entre los integrantes de uno u otro sector, y muchos afectados por la represión participaban indiferenciadamente de las iniciativas impulsadas por cualquiera de ellos.

Sin embargo, hubo un hecho que, si en un primer momento la mayoría de las madres asumió como una iniciativa entre tantas, ahora sabían, mirando hacia atrás, que había sido fundamental en el proceso de gestación de su movimiento: la decisión de instalarse en la Plaza de Mayo. Fue una iniciativa exclusivamente de ellas y que estaba totalmente alejada en su concepción de las prácticas del resto de los grupos, incluso de Familiares.

No habían pensado en una manifestación. Esas palabras hubieran espantado a la mayoría de esas mujeres. En cambio, se trataba de una idea muy simple, de un paso más en su largo peregrinaje. Allí nomás, en la Casa Rosada, exactamente en el número 50 de la calle Balcarce, funcionaba la oficina del Ministerio del Interior, donde los familiares de desaparecidos llevaban sus denuncias y solicitaban información.

Al comienzo, sólo recibían diez denuncias por día, así que los familiares formaban largas colas, desde muy temprano, antes de que amaneciera, para ser atendidos por funcionarios del Ministerio, quienes prometían investigar y entregaban un número con el cual, luego, ellos debían volver a preguntar. Hecho el trámite, entonces, las madres regresaban periódicamente con la esperanza de que cumplieran esa promesa, que nunca estuvo en las intenciones oficiales concretar. La idea de permanecer en la Plaza, en cambio, apuntaba a mostrarle a la dictadura que se habían dado cuenta de la artimaña que sólo intentaba desgastarlas y ganarles por cansancio. ¿Cómo se podían cansar? ¿Cómo podían pensar los militares que ellas desistirían de su reclamo? Se quedarían pues allí, enfrente de la Casa de Gobierno, hasta obtener una respuesta.

Con el tiempo, aquella iniciativa se transformó en un rasgo clave, que las diferenciaba del resto de los familiares y de los organismos, y que se constituyó en una seña de identidad hasta el punto de incorporarse a su propio nombre como grupo.

¿Cuándo había sido la primera vez que se encontraron allí? Ése era un dato esencial. Porque si se podía hablar de un momento clave en el surgimiento de este nuevo grupo, ése era el día que habían ido por primera vez a la Plaza.

Azucena Villaflor de De Vincenti había concebido la idea y las había convocado a la cita. Pagó caro esa iniciativa: la hicieron desaparecer al igual que antes habían hecho desaparecer a su hijo Néstor. Una Madre recordó que la primera vez había sido a fines de abril, un par de días después del cumpleaños del hijo desaparecido de una de ellas. Otra agregó que fue un sábado. Otra más sacó de la cartera un calendario de 1977 y se fijó en el último fin de semana de aquel mes del otoño porteño. Ahora lo podían establecer: “Fue el 30 de abril de 1977”.

“Que ése había sido el primer día en la Plaza de Mayo —explicó Hebe—, sacamos la cuenta mucho tiempo después. Por entonces, aquello fue una cita más, a la que concurríamos como una tarea entre tantas que realizábamos en la búsqueda de nuestros hijos. Claro que entrevimos que se trataba de una alternativa nueva, distinta en gran medida a las que veníamos realizando. Pero su real significado lo comprendimos mucho después. Por eso, cuando tuvimos que destacar una circunstancia que indicara un momento en que empezamos a conformarnos como grupo, separado del resto de los familiares y organismos, elegimos esa fecha que, en realidad, sacamos por deducción”.

 

La convocatoria de Azucena

Azucena les había dicho: “Madres, así no conseguimos nada. Nos mienten en todas partes, nos cierran todas las puertas. Tenemos que salir de este laberinto infernal que nos lleva a recorrer inútilmente despachos oficiales, cuarteles, iglesias y juzgados. Tenemos que ir directamente a la Plaza de Mayo y quedarnos allí hasta que nos den una respuesta. Tenemos que llegar a ser cien, doscientas, mil madres, hasta que nos vean, hasta que todos se enteren y el propio Videla se vea obligado a recibirnos y darnos una respuesta”.

Esa había sido su idea.

Había algo de paradójico en aquel 30 de abril como una fecha clave de su historia. Porque, en realidad, podía pensarse que aquella jornada resultó un verdadero fracaso.

Si la idea era reunir una gran cantidad de familiares para llamar la atención de la gente que atravesaba la Plaza de Mayo y también ser vistas por el dictador instalado en la Casa Rosada, los sábados Videla no concurría a su despacho, y los miles de oficinistas y personas que, en general, recorren el lugar durante los días hábiles son reemplazados por unos pocos jubilados, algunos niños y algunas palomas.

Además, al terminar de contarse, apenas si sobrepasaban la docena las mujeres que habían concurrido a la cita. Muy pronto se sumaron otros familiares y el número de concurrentes aumentó considerablemente. Se podría haber tomado como fecha de fundación el día en que Azucena las convocó y expuso su idea, y cuyas palabras todas recordaban por la valentía de su gesto y la fuerza y convicción que expresaba su voz.

A pesar de los contratiempos y los errores, a pesar de que fue un feriado y no sumaron más que un puñado de mujeres, y que muy probablemente no hayan sido ni siquiera advertidas por la gente que en ese momento estaba en el lugar, no se habían equivocado en lo fundamental, habían acertado en lo más importante. Y lo fundamental y lo importante era la Plaza.

Aquel primer día en la Plaza, independientemente del número de madres que fueron y del traspié en la elección de la fecha, había comenzado el proceso de emergencia de un nuevo movimiento social, cuyo signo de identidad se fundía con el propio sitio elegido para su despliegue público y le daba, en parte, su nombre. Mucho antes de convertirse en las Madres de Plaza de Mayo, ellas firmaban las cartas que dirigían a Videla o a algún otro funcionario de la dictadura como “las madres que todos los jueves a las 15.30 nos reunimos en la Plaza de Mayo”. Como elemento identitario, la Plaza no sólo se constituía en indicador del nucleamiento en sí, sino también en un indicador de diferenciación con el resto de los movimientos de derechos humanos y, más vastamente, con el resto de la oposición a la dictadura. La evolución de su propio nombre como movimiento refleja, en sus distintas etapas, el proceso que va desde la inorganicidad y el espontaneísmo a la paulatina formalización del grupo.

La diferencia no estaba dada por una cuestión espacial en sí misma, sino por el coraje cívico y el valor simbólico de instalar en ese sitio -flanqueado por la Casa de Gobierno, el Ministerio de Economía, el Banco de la Nación Argentina, la Catedral Metropolitana y hasta el histórico Cabildo—, una demanda que la dictadura, por todos los medios, trataba de silenciar o, en su defecto, de encauzar por caminos estériles y frustrantes. Esta actitud otorgó a la resistencia encarnada por las Madres una calidad que otras no alcanzaron en ese momento, tanto por el grado de precisión en la identificación de su interpelado -Videla, y por extensión la Junta Militar— cuanto por el enfrentamiento público que plantearon.

Desde entonces, el significado y la importancia de la presencia de las Madres en la Plaza estuvieron determinados por esas cualidades y, en una medida mucho menor -o casi nada- por la cantidad de asistentes.

Pero si las movilizaciones políticas, sociales, sindicales y contestatarias midieron su fuerza en relación a la cantidad de los concurrentes, en el caso de las Madres bastó un puñado de mujeres, que desafiaron el terror y contrastaron con el silenciamiento generalizado de la sociedad, para poner de relieve su valor.

Sobre la base de un extracto de los libros de
Ulises Gorini “La Rebelión de las Madres”

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