Hace 50 años la Triple A asesinaba al diputado Rodolfo Ortega Peña en pleno centro

Diputado, periodista, historiador y abogado, un intelectual militante. Apenas 30 días después de la muerte de Perón la Triple A comenzaba a actuar de forma pública. Ortega Peña expresaba a la izquierda peronista y se había destacado como defensor de presos políticos durante las dictaduras militares.

Sabía que estaba condenado a muerte. El 31 de julio de 1974 salió de la Cámara de Diputados con su compañera Helena Villagra. Caminaron por Callao hasta Santa Fe. Rechazó que lo custodiaran. Descartó la sugerencia de abandonar por algunos meses el país y pensaba que la única seguridad posible era manejarse a la luz del día, de manera absolutamente legal y abierta.

Subieron a un taxi y se dirigieron hacia Carlos Pellegrini y Arenales. El auto se detuvo sobre la vereda peatonal, en doble fila, donde descendieron. Un Ford Fairlane, verde oscuro, avanzó hacia el taxi y frenó bruscamente. Tres hombres descendieron armados con metralletas. Uno de ellos puso rodilla en tierra y apuntó al diputado. Los tres abrieron fuego sincronizadamente, con absoluta frialdad. Ortega Peña tenía ocho balazos en la cabeza, uno en la muñeca, otro en el antebrazo y varios en el cuerpo. Todo ocurrió en contados segundos. Los asesinos se replegaron con la misma eficacia y tranquilidad, a pesar de que a cien metros estaba la Comisaría 15ª de la Policía Federal. Eran las 22.15.

El cadáver de Ortega Peña yacía en el piso de una de las piezas. A la medianoche entró a la seccional el jefe de la Federal, el comisario Alberto Villar, entrenado por la AID norteamericana y apenas dos años antes había irrumpido en la sede central del Partido Justicialista para llevarse los ataúdes con los restos de tres guerrilleros asesinados en Trelew, que enterró clandestinamente.

Ahora el comisario de la penúltima dictadura militar era jefe de la policía peronista. Su designación había sido firmada por Perón. Villar entró al cuarto donde yacía Ortega, riéndose a carcajadas y palmeando a los oficiales de la comisaría. Quería confirmar con su festejo lo que algunos de los compañeros que acompañaban al muerto comenzaban a sospechar: que el mismo hombre que comandaba de día la Federal, conducía de noche la Alianza Anticomunista Argentina. La temible Triple A, que no tardaría en reivindicar el asesinato de Ortega Peña.

La maquinaria del terror debutaba públicamente con su primer magnicidio.

El presidente de la Cámara de Diputados Raúl Lastiri, que también era yerno de López Rega, sostén político del comisario Villar, ofreció a la viuda velar al asesinado en la Cámara de Diputados. El ofrecimiento fue rechazado y Ortega Peña fue velado en la Federación Gráfica Bonaerense. Detrás del féretro un cartel anunciaba: “La sangre derramada no será negociada”. El lema con el que había jurado como diputado de su bloque unipersonal “De Base”, que se escindía del justicialismo para representar al ala más crítica del denominado peronismo revolucionario.

En el entierro la policía reprimió y estuvo a punto de provocar una masacre; luego quiso llevarse el ataúd por la fuerza, y finalmente se metió en La Chacarita con las motos, deteniendo a 300 manifestantes. Los poderes legales del Estado parecían temer al cadáver del historiador que había reivindicado a los caudillos del siglo pasado; que había desafiado a la policía y a los servicios defendiendo presos políticos sin distinción de banderías; al diputado mordaz que había denunciado la claudicación del peronismo isabelino; el tribuno de la plebe que levantó en el recinto los conflictos sociales, “convirtiéndose en un fiscal insobornable….llevó su banca a la calle y allí donde hubo una necesidad o una injusticia lo encontró presente” diría Eduardo Luis Duhalde quien dijo que no interesaba tanto “la mano que empuñó el arma, sino de dónde provino la orden de matar”.

Una aproximación a la respuesta la había dado, poco antes, en un editorial escrito en alemán, el propietario del Argentinisches Tageblatt, Roberto Alemann. Ex ministro de Economía, ex embajador en Washington, Alemann expresaba como pocos a un stablishment sólidamente asociado con el gran capital financiero internacional, al imperialismo. Aconsejando a esos peronistas despreciados a los que había combatido en 1955, Alemann proponía en 1974: “El gobierno podría acelerar y facilitar ampliamente su victoria actuando contra la cumbre visible (de las organizaciones guerrilleras), de ser posible al amparo de la noche y la niebla (la consigna hitleriana), y calladamente, sin echar las campanas al vuelo. Si Firmenich, Quieto, Ortega Peña, entre otros, desaparecieran de la superficie de la tierra, ello sería un golpe fortísimo para los terroristas. Las guerrillas tendrían que buscarse nuevos líderes y sería mucho más difícil encontrar gente para cubrir estos puestos, si todo aquel que actuase pública y políticamente como dirigente de la izquierda armada supiese que automáticamente firmaba su sentencia de muerte”. Extraído del texto de homenaje de Miguel Bonasso a los 25 años del asesinato. 

(Nota de MASAS n°461)

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