Qué esperar de la victoria de Biden
(Manifiesto EE.UU. – 12 de noviembre de 2020 – POR Brasil)
Hubo muchos adjetivos para conmemorar la derrota de Trump. Ganó la posición “progresista” contra la “conservadora” fue la principal distinción manejada por los comentaristas y partidarios demócratas. La consecuencia más relevante, por tanto, sería el «rescate de la democracia». Con el Estado en manos de los demócratas, será posible reemplazar, y quizás superar, la política trumpista, que primó por la división, radicalización y enfrentamiento. Trump se ha convertido en una amenaza para la democracia al convertir a la oposición en un enemigo, cuando no pasa de un adversario, que mañana será llevado al poder por «voluntad popular«, como acaba de suceder. Al tratar a la oposición como un enemigo, si el odio se intensifica dentro de la población, se polariza la nación. La democracia, por su naturaleza, no incluye una política que enfrente a un partido con otro. Por eso, lo fundamental de la derrota de Trump es que la mayoría de los estadounidenses dijo Sí a la democracia y No al autoritarismo.
El discurso de Biden se dirigió en esa dirección. Su voluntad es «unir a la nación». Y se une como nación, resolviendo las diferencias entre demócratas y republicanos de manera pacífica, a través del poder ejecutivo, legislativo y judicial. Después de las elecciones, es necesario “escucharnos y cuidarnos los unos a los otros”. En el trasfondo del discurso conciliador, Biden mostró las bases de la política burguesa, en tiempos de democracia, que es lo común y por lo que todos los partidos deben guiarse. La apelación a lo hay en común se ha ocultado y permanece flojo el deseo de resolver las diferencias a través del entendimiento y la gobernabilidad
La polarización entre los dos partidos dominantes perjudica la sostenibilidad del capitalismo y dificulta descargar la crisis estructural sobre la clase obrera y demás explotados. La democracia es el mejor régimen para que la burguesía maneje sus conflictos y ejerza su dictadura de clase sobre el proletariado y la mayoría oprimida. Concretamente, la democracia en los Estados Unidos responde mucho más que a los problemas y políticas internos. Tiene la función de establecer las pautas de la dominación imperialista. Las drásticas perturbaciones internas debilitan la política exterior. No es casualidad que el enfrentamiento entre Biden y Trump haya desarrollado un alineamiento de la burguesía mundial más favorable al demócrata. El llamado de Biden a la concordia y la superación del antagonismo, que se desarrolló bajo el gobierno de Trump y que se expresó en las elecciones, sin embargo, no mostró ninguna convicción. El presidente electo reconoció que las «diferencias son profundas«. Pero debe hacerse un esfuerzo para acercar a las dos partes, por el bien de Estados Unidos. Ocurre que las diferencias, que siempre han existido y existirán dentro de la fracción más poderosa de la burguesía mundial, se han profundizado y se han convertido en antagonismos y choques políticos. Conciliarlos significa superar las contradicciones que los subyacen.
El conflicto de orientación entre republicanos y demócratas se ha agravado, especialmente en el gobierno de Trump, debido a las enormes dificultades para superar la crisis global, que comenzó con las quiebras financieras en Estados Unidos. La sobreproducción y la tendencia a la caída de la tasa de ganancia promedio de los monopolios han estado sacudiendo las relaciones mundiales, cuyos efectos en Estados Unidos han afectado el equilibrio político interno. La política exterior de Trump de asumir abiertamente que hay una guerra comercial es incuestionablemente realista. Las diferencias internas se mueven en torno a disputas comerciales, tecnológicas, industriales, energéticas, militares y geopolíticas. Trump puso en marcha su programa para defender a sectores de la burguesía, que se sentían y se sienten amenazados internamente, por la pérdida, o grave amenaza de pérdida, de terreno en la economía mundial.
El potencial político de un hombre ajeno al Partido Republicano se alimentaba de la bandera del nacionalismo imperialista. La crueldad contra los inmigrantes ha alcanzado niveles fascistizantes, gracias al consentimiento de una parte importante de la población, que se enfrenta al desempleo y al declive del valor de la fuerza laboral. No es casualidad que los analistas a favor de Biden se indignaron de que un gran contingente de inmigrantes americanizados votaran por Trump. Este contingente lo hizo porque las nuevas oleadas de inmigrantes compiten en el mercado laboral. Ésta no es una cuestión moral. En cierto sentido, también sucedió con un grupo de negros, que sienten la violencia de la discriminación, pero que vieron, en ciertas medidas y en la retórica nacionalista de “America Primero”, una protección de sus intereses en las condiciones de la crisis prolongada, que ha sacudido los cimientos sociales de los Estados Unidos.
El segundo mandato de Barack Obama terminó con el impacto de la crisis de 2008/2009. Los republicanos, con Trump a la cabeza, pintaron la imagen de un gobierno incapaz de responder a la guerra comercial, los conflictos regionales y la pérdida de espacio económico y estratégico con China. Condenaron la directriz del “multilateralismo” por subordinar a EEUU a los intereses de los aliados y la ofensiva de China. Así, rompió varios acuerdos, bajo la denuncia de que los aliados, principalmente europeos, debían renunciar a ventajas indebidas. Así fue con el acuerdo nuclear que involucra a Irán y el acuerdo climático de París; con las imposiciones al gobierno mexicano en el tema de la inmigración. Y así fue con el abandono de la OMC y la imposición de aranceles, primando el caso de China. No fue capaz de direccionar los resultados de la larga guerra civil en Siria. Pero no dejó de mantener su influencia en Oriente Medio, jugando con Israel y el cerco a los palestinos. El bombardeo y la liquidación de uno de los líderes militares más importantes de Irán representó un acto de fuerza, que marcó la disposición de ir a la guerra, si fuera necesario.
La política económica, basada en el expansionismo fiscal y monetario, evitó una caída sensible del crecimiento interno. Esto aseguró una baja tasa de desempleo, asimilable por la población. El artificialismo de las medidas de Trump, al igual que las de Obama ante la debacle de 2008/2009, permitió que la economía estadounidense siguiera creciendo, por encima de las demás potencias europeas. El costo se verifica en el crecimiento de billones de dólares de la deuda pública y el déficit, que hay que descargar sobre los explotados del país y del mundo entero. Eso es lo que hará Biden, como lo haría Trump. No cabe duda de que la situación laboral se refleja poderosamente en las disputas electorales. La baja tasa de desempleo -en febrero de 2020, registró un 3,5% -, durante el gobierno de Trump, creó la ilusión en las masas de que fue resultado de su política nacionalista, aunque falló en su objetivo de rejuvenecer la industria y generar empleo de vuelta en el sector manufacturero. Las multinacionales no recuperaron los trabajos exportados a China, India, etc., según la denuncia y la voluntad de Trump. Los sectores de comercio y servicios continuaron dictando las tendencias en el nivel de empleo, frente a la manufactura, que representa solo el 11% del PIB. La creciente desindustrialización y el aumento del capital financiero parasitario, que se da en las potencias, corresponden a la fase imperialista del capitalismo. No existe una política económica, por nacionalista que sea, capaz de revertir la principal condición del imperialismo como exportador de capital y saqueador de las semicolonias. Lo que no impidió que Trump convenciera a amplios sectores de la población de que el nacionalismo chovinista es la condición para recuperar el terreno perdido por Estados Unidos, mantener un crecimiento por encima de la media mundial, impulsar la industria y proteger así el empleo.
Una parte significativa de la clase obrera optó por otro camino en 2016, a pesar de los esfuerzos de la AFL-CIO para apoyar al candidato demócrata, para darle la victoria a Trump, y el apoyo en las elecciones actuales debe haber sido considerable, incluso a pesar de que una buena parte de las direcciones sindicales han trabajado duro por la victoria de Biden. Lo que nos lleva a esta hipótesis es el hecho de que Trump haya obtenido una magistral votación, algo menos que la de Biden. Los demócratas esperaban ganar por un margen significativo, tanto en el conteo de votos como en los colegios electorales. Y así cambiar el equilibrio de fuerzas en el Senado, que ha sido una trinchera para los republicanos. Esta posibilidad apareció con el cambio brusco de la situación económica del país. La tendencia a la baja del PIB, que fue de 2,9% en 2018, se evidenció en su descenso a 2,3% en 2019. El impacto de la pandemia resultó en una caída histórica, seguida de un aumento brutal de la tasa desempleo, que del 3,5% en noviembre de 2019 saltó al 14,7%, tan pronto como la pandemia de abril se apoderó del país. Una gran ola de cierres de puestos de trabajo se ha extendido, prácticamente a todos los sectores de la economía. Millones de trabajadores se encontraron desempleados de la noche a la mañana. Aunque Trump, con apoyo demócrata, lanzó un plan de emergencia de más de US$3 billones, lo máximo que se logró fue reducir el desempleo a una tasa de 7,9% en mayo. Inevitablemente, el giro repentino repercutiría en contra del gobierno Trump. Aun así, logró dividir a los votantes y reclamar fraude electoral. Todo indica que, de no haber sido por el drástico cambio en el panorama laboral, principalmente, Trump habría derrotado a Biden. El apoyo de más de 70 millones de estadounidenses indica que el nacionalismo chovinista republicano penetró profundamente en la población, afectando desde la clase obrera hasta la pequeña burguesía. Ciertamente, la clase media, temerosa de la desintegración del capitalismo, se convirtió en el pilar del trumpismo, expresando las tendencias fascistizantes del nacionalismo imperialista.
Si bien las elecciones reflejan deformadamente las tendencias de la lucha de clases que se están dando dentro de las masas, aún expresan la confianza de que el nacionalismo es la forma de protección de los Estados Unidos. Trump ha sacado de las profundidades a lo más reaccionario de la vasta clase media. Llevó el chovinismo, el racismo y el oscurantismo religioso a un nuevo nivel, bajo el disfraz de cambios llamados «progresistas«. La reestructuración de los movimientos reaccionarios, incluso ostentando las formas de milicias armadas, ha dado la dimensión más precisa de lo que es real y lo que es legislativo. El aumento de los conflictos raciales y de inmigración, entre otros, han sido alimentados e impulsados por el retroceso de la economía estadounidense, la incapacidad para desarrollar las fuerzas productivas, la exacerbación de la competencia por un puesto de trabajo y la intensificación de la guerra comercial. Estas profundas y contundentes contradicciones económicas y sociales están en la base de lo que se denominó trumpismo.
Biden, en su discurso como presidente, mostró la mayor de las dificultades, que es cómo vencer la resistencia de la mitad de la población, que se quedó con el nacionalismo. El discurso de unidad es típico de partidos que se diferencian de la ultraderecha porque siguen la legalidad democrática. Pero el discurso del demócrata no fue simplemente un gesto diplomático a los republicanos y sus bases. Reveló la dificultad de cumplir con los cambios en la conducción de la política burguesa, tanto interna como externa. Deshacerse del nacionalismo en general, y de su particular forma chovinista, significa superar los obstáculos globales que bloquean el desarrollo de las fuerzas productivas en las entrañas de la potencia más avanzada. Trump chocó con esta contradicción del capitalismo en decadencia; Biden no tendrá mejor suerte. Los cambios en la política económica pueden interferir con el ritmo de desarrollo de la crisis estructural, pero no pueden revertir las tendencias en desintegración. Esto es lo que demostraron las crisis más amplias que llevaron a las dos grandes guerras de la era imperialista. La tendencia a destruir masivamente las fuerzas productivas resulta de su choque con las relaciones capitalistas de producción, altamente monopolizadas y condicionadas por el parasitismo del capital financiero, controlado por el limitado número de potencias, con Estados Unidos a la cabeza.
La bandera trumpista del “unilateralismo” tuvo la consecuencia de romper acuerdos considerados lesivos a los intereses de Estados Unidos, incluida la amenaza de romper con acuerdos militares de defensa común, como los de la OTAN. Fue en este gobierno donde se consiguió realizar la demanda ya existente de incrementar la participación financiera de los demás miembros del consorcio. Cuando se llega a este punto, se verifica que la estructura de relaciones “multilaterales”, que surgió después de la Segunda Guerra Mundial, está en ruinas. Recordemos que en la guerra contra Irak, el gobierno republicano desconoció al Consejo de Seguridad de la ONU, pasando por alto a los aliados. Durante un tiempo fue posible que las potencias fueran de la mano, una vez reconstruidas las devastadas fuerzas productivas, bajo la conducción de Estados Unidos y su Plan Marshall, en 1948. Así sucedió en las condiciones de una nueva repartija del mundo, que resultó del ascenso de EEUU como potencia dominante. La reconstrucción de Europa culminó en la aspiración del viejo objetivo de unificación, que se mostró limitado y fracasó, como lo demuestran los desequilibrios internos y la decisión de Inglaterra de romper el acuerdo de 1992.
La Revolución China, en 1949, rompió un eslabón del nuevo orden, al que se integró la Unión Soviética. Con la expropiación de la burguesía y la independencia nacional, abrió el camino para superar el atraso semi-feudal e impulsar las fuerzas productivas internas. El nacionalismo socialista, que mantuvo a la Unión Soviética de Josef Stalin y la China de Mao Tse Tung separadas y en choque, favoreció el proceso de restauración capitalista, que fue impulsado por las condiciones agotadas de las relaciones mundiales, que se establecieron en el período de posguerra. Correspondió al presidente republicano Richard Nixon en 1971 reconocer que el aislamiento de China debía deshacerse. Era el momento de que los capitales penetrasen en el país más poblado, que ofrecía tanto una abundante mano de obra barata como un gran mercado. Esta iniciativa respondió a la vuelta de la crisis mundial. Casi medio siglo después, China emergió con una economía vigorosa, mientras que Estados Unidos se resintió con la pérdida de fuerza en el cuadro de la economía mundial. Al mismo tiempo las potencias de Europa occidental se encuentran en estado de estancamiento y Japón está claramente retrocediendo.
Las fuerzas productivas del mundo ya no pueden moverse progresivamente bajo el chaleco de fuerza del orden mundial de posguerra. El proceso de restauración capitalista, que se acentuó con el colapso de la Unión Soviética a principios de la década de 1990, permitió al capitalismo respirar, pero ya no puede cumplir esta función. La necesidad de China de expandirse mundialmente expresa el agotamiento interno de su economía en el proceso de restauración, impulsada por el capitalismo de Estado. Rusia está bajo presión por la pérdida de influencia regional. Las ex repúblicas soviéticas sobreviven sobre la base de conflictos que potencian las tendencias bélicas impulsadas por el imperialismo. Europa del Este se resiente de la imposibilidad de desarrollar sus economías, presa de las determinaciones imperiales de la Unión Europea, que se desmorona. Como puede verse, no hay forma de que Estados Unidos practique la diplomacia del multilateralismo sin aceptar seguir perdiendo terreno. China se ha convertido en un competidor capitalista, cuyo alcance global debería estar limitado por Estados Unidos. Las potencias europeas, por su parte, no pueden abandonar sus intereses con China, e incluso con Rusia, para cumplir plenamente con las directrices de los aliados estadounidenses. El objetivo de condicionar los pasos de la burocracia china se logra con los medios de la guerra comercial y el asedio militar. Ese fue el curso trazado por Trump. Biden no podrá cambiarlo en la práctica.
Las repercusiones de la derrota de Trump en América Latina y, en particular en Brasil, se produjeron de inmediato. Una fracción importante de la burguesía quiere creer que se cambiarán los métodos autoritarios por democráticos; las formas de imposición por las de negociación. Hay quienes entienden en el campo de la izquierda reformista que la victoria de Biden refleja un cambio en la tendencia mundial, que tendía al nacionalismo chovinista y al fascismo. Lo que fortalecería a la izquierda democrática en América Latina. Fenómeno que ocurre en el cambio de gobiernos autoritarios en México, Argentina, Bolivia, y en los impasses de gobiernos dictatoriales en Chile y Brasil. La Central Única de Trabajadores (CUT) ha publicado una nota en apoyo a la posición de la AFL-CIO norteamericana, que dice: “la democracia está prevaleciendo”, “la victoria de Joe Biden y Kamala Harris en esta elección justa y libre es una victoria para el movimiento obrero de los Estados Unidos”. Los burócratas de Estados Unidos y Brasil mienten descaradamente a la clase obrera.
La victoria de Biden es la victoria de una fracción de la burguesía imperialista sobre otra, que mañana puede volver al poder, como lo demuestra la alternancia de republicanos y demócratas en la conducción del país. Las diferencias políticas no son fundamentales. Básicamente, ejercen la dictadura de clase de la burguesía sobre el proletariado y los demás explotados. Cuando los demócratas no pueden manejar la crisis, ceden el paso a los republicanos. Hemos visto la incapacidad de la AFL-CIO para organizar la lucha de la clase obrera contra las violentas medidas de Trump. Ahora espera que caigan las migajas de la mesa de los monopolios y del gobierno demócrata, para seguir sometiendo al proletariado estadounidense y mundial a la explotación capitalista. El apoyo de la CUT a los servidores de la burguesía imperialista más poderosa corresponde a su lugar como servidores de las multinacionales en Brasil. Biden continuará descargando la crisis sobre las masas oprimidas y sobre la mayoría de los países semicoloniales. Los burócratas usan la máscara de la democracia para practicar mejor su política de conciliación de clases. La burguesía los usa mientras sean capaces de bloquear la revuelta instintiva explotada. Si las contradicciones económicas y de clase se agravan, las desechan, recurriendo a métodos antidemocráticos y fascistizantes. Este es el caso de los Estados Unidos imperialista y del Brasil semicolonial. Bolsonaro tendrá que adaptarse a Biden. Los intereses del imperialismo en Brasil son de gran alcance.
Es necesario combatir las políticas de Trump y Biden, independientemente de sus diferencias circunstanciales. La vanguardia con conciencia de clase tiene la tarea de mostrar el carácter de clase de los dos representantes de la burguesía imperialista. Es una tarea que se requiere a nivel mundial. El capitalismo en decadencia no se puede reformar, y la democracia burguesa está podrida a plena vista en todas partes. Las tendencias dictatoriales y fascistizantes están en línea con el proceso de destrucción de las fuerzas productivas, contrarreformas e intensificación de la lucha de clases. El punto de partida de la lucha independiente está en la defensa del empleo, el salario y los derechos laborales. Cualquier descuido y desviación en relación a la necesidad de revertir las contrarreformas favorece las pautas del imperialismo, del capital financiero. Las ilusiones de la AFL-CIO de que con Biden serán posibles las reformas económicas, políticas, raciales, ambientales, etc., favorables a los explotados y oprimidos, deben ser desenmascaradas mediante la defensa del Programa de Transición, que vincula las demandas más elementales a la estrategia de la revolución y dictadura proletarias.
Con la ofensiva de Biden se producirán nuevas experiencias de confrontación de la opresión imperialista, especialmente en América Latina. Las viejas experiencias indican que el logro de la independencia nacional depende de que el proletariado dirija a la mayoría oprimida, bajo el programa de transformación de la propiedad privada de los medios de producción en propiedad social, socialista. La lucha por la independencia y soberanía nacional implica la expropiación de los monopolios y la estatización del capital financiero. La clase obrera mundial tiene su programa para enfrentar el capitalismo decadente, basta con aplicarlo en las condiciones particulares de cada país. Lo que le falta es la dirección revolucionaria, los partidos marxista-leninista-trotskista, como secciones del Partido Mundial de la Revolución Socialista, que deben ser reconstruidos. Las condiciones de desintegración del capitalismo y la intensificación de la lucha de clases, sin embargo, favorecen el trabajo de la vanguardia con conciencia de clase. Una comprensión clara y precisa y una formulación estratégica sobre el significado de la elección de Biden distinguen los campos de clase y permiten fortalecer en el seno del proletariado el significado de la lucha antiimperialista, como parte de la revolución proletaria.