Para terminar con el hambre en el mundo debemos terminar con el capitalismo
Más de 730 millones de personas sufren hambre en el mundo, un 36% más que hace diez años. El mundo retrocedió quince años, con niveles de desnutrición actuales comparables a los de 2008-2009.
Los niveles de hambre siguen siendo catastróficamente altos por tercer año consecutivo tras un fuerte aumento entre 2019 y 2021. Así, no se logrará alcanzar ninguno de los siete “Objetivos Mundiales para la nutrición” de la ONU proyectados para 2030.
A fines del año pasado, a 2.800 millones de personas –más de un tercio de la población mundial- les fue imposible lograr una dieta sana. Por ingresos excesivamente bajos y una insuficiente protección social de parte de los Estados. La enorme mayoría, 94% localizada en las semicolonias. De ellos, más de 864 millones experimentaron inseguridad alimentaria grave, pasando a veces un día entero o más sin comer. De mantenerse esta tendencia, hacia 2030 unas 582 millones de personas sufrirán desnutrición crónica, la mitad de ellas en África.
Según el Informe anual sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, elaborado conjuntamente por cinco agencias de Naciones Unidas son “las causas estructurales y los factores determinantes de este flagelo: crisis económicas, conflictos bélicos y el impacto negativo del cambio climático, que en 2023 representó el principal factor que conspiró contra la seguridad alimentaria y la malnutrición” (extractos de la nota de Sergio Ferrari en El Cohete a la Luna).
El panorama del hambre se ve agravado por el impacto directo de “la persistente inflación de los precios de los alimentos”. La creciente deuda de los países destina buena parte de los presupuestos a pagar esa deuda y sus intereses crecientes, restando recursos a la economía.
La descomposición capitalista empuja a la humanidad a la barbarie. No solo no puede desarrollar las fuerzas productivas, sino que las destruye masivamente. El desarrollo de la ciencia y la tecnología permitirían resolver los problemas más urgentes pero las guerras por mantener la hegemonía, por apropiarse de los recursos vitales, provocan desastres, destruyen fábricas, edificios, puentes, campos, que a su vez repercuten sobre los precios de la economía, sobre la desocupación y las migraciones masivas. No es cierto que el aumento del hambre sea inevitable. Es inevitable mientras subsista el capitalismo, que una ultraminoría cada vez más concentrada, que se enriquece cada día más, se apropie de la riqueza y los recursos a costa de la miseria de la mayoría.
Aunque la recomendación de los organismos es que los Estados “deben subsanar los déficits no cubiertos por los agentes comerciales privados invirtiendo en bienes públicos, reduciendo la corrupción y la evasión fiscal, aumentando el gasto en seguridad alimentaria y nutrición”, la presión de EE.UU. sobre los países más poderosos es a que destinen un mayor presupuesto al armamentismo, a la guerra y no a resolver los problemas más desesperantes de la humanidad.
Cuando se sostiene que se necesita “desesperadamente una nueva receta para hacer frente al hambre, basada en una producción agroecológica diversificada de alimentos y en mercados de alimentos localizados en lugar de cadenas alimentarias industriales globales, y en sistemas de protección social que garanticen el derecho a la alimentación de los más pobres del mundo” no se tiene en cuenta que para lograrlo es necesario terminar con el dominio de un puñado de multinacionales sobre la producción de alimentos, expropiándolas, poniendo toda su capacidad de producción y distribución al servicio de cientos de millones de personas que no alcanzan a una alimentación saludable.
Lo que observamos en nuestros países es que la pequeña producción agrícola, las economías familiares, son aplastadas por el agronegocio que expande sus fronteras y produce para el mercado mundial según lo que convenga a su rentabilidad. Si no se termina con el latifundio, con el dominio de las oligarquías terratenientes, con las exportadoras de granos, no hay cómo reorganizar la economía para producir lo que necesitamos localmente, para asegurar nuestra alimentación.
La solución de raíz es terminar con el imperialismo, terminar con el régimen de la propiedad privada de los grandes medios de producción, para poder destrabar las fuerzas productivas, para poder industrializar nuestros países, para poder desarrollar las obras necesarias para garantizar la vivienda, el agua potable, las cloacas y la alimentación básica. Los programas asistencialistas pueden atenuar un problema que se extiende y agrava, pero no lo resuelve. Si hubiera trabajo para todos, si los salarios y jubilaciones permitieran cubrir lo que cuesta la canasta familiar, entonces no haría falta ningún plan asistencial que ponga un plato de comida en la mesa de los más empobrecidos.
(nota de MASAS n°463)